viernes, 30 de septiembre de 2011

Dime cómo hablas...

   Se piensa con harta frecuencia que el protocolo o, en general, la elegancia sólo se demuestra en vestir telas de calidad, en combinar colores, en escoger los complementos adecuados, o en respetar ciertas normas o usos de buenas maneras en la mesa o en las recepciones.

   Todo ello es cierto y muy importante, pero lamentablemente, se omite u olvida lo básico. El hablar de un modo elegante es tanto o más elemental que lo anterior. Y al punto surge la duda sobre qué debemos considerar como “hablar de un modo elegante”. Es otra de mis herencias, por la que doy eternas gracias.

   Recuerdo que el Profesor Henry Higgins, interpretado magistralmente por Rex Harrison (tanto, que a este papel debe un Óscar) en “My Fair Lady”, afirmaba con total rotundidad que se podía adivinar la clase social y la procedencia de una persona simplemente prestando atención a su modo de conversar.

Rex Harrison, en su inmensa biblioteca.

   Obviaremos, como es natural, consejos básicos que se tienen ya presentes, como erradicar el uso de expresiones o palabras malsonantes, procurar la corrección gramatical (quien dice en mi presencia “me se ha caído”, “espero que haiga sitio” o “contra más lo veo, menos me gusta”, queda retratado de manera fulminante), escoger un tema apropiado (relatar un asesinato en Ascot, por muy elevado que sea el lenguaje que se use, no es apropiado, aunque lo haga la encantadora Audrey - Eliza Doolitlle), o no abusar de términos propios de una jerga específica fuera de su ámbito. En cambio, he aquí los principales defectos en que puede incurrir quien quiera hablar de un modo aceptable.

   Puede que suene contradictorio, pero el primer fallo que comete quien intenta hablar con elegancia es hablar demasiado elegantemente. No hay que confundir distinción con afectación, y ello referido sobre todo a la fonética. Es insoportable conversar con alguien que alarga de un modo exagerado las “eses” y las “enes”, y resulta desconcertante oír frases del estilo “Dis-e-frutaremos-e de una her-e-mosa tar-e-de”. Este galimatías, que leído se antoja poco menos que indescifrable, se escucha constantemente, si embargo, en radio y televisión. Por favor, huyan de la gente que habla así.

Inapropiados comentarios de Eliza Doolittle en Ascot
(obsérvese el gesto reprobatorio de la Viuda Higgins)
 
   Otro defecto que agotará al interlocutor son las muletillas y los eternos vocativos (también conocido como “gastarle el nombre a alguien”). Una charla amena y distendida se vuelve extenuante si la otra persona no deja de terminar cada frase con un “¿sabes?” (que ya de tan manido no suele pasar de un horrendo y neutro “sa'es”) o un “¿vale?” (o, como en el caso anterior, “va'e”). Y si alguien trata conmigo usando mi nombre cada tres palabras, poco conseguirá de mí, salvo provocar unos irrefrenables deseos de terminar la conversación... deseos que muy seguramente veré cumplidos en un ínfimo lapso de tiempo.

   Desde un punto de vista semántico, hay que tener extremo cuidado con los términos que no manejamos. He oído decir “He trabajado sin descanso, estoy exhaustivo”, o “Como le ha infringido un daño, ha infligido la Ley y debe pagar por ello”. En caso de no conocer el término culto, usemos el que sabemos con certeza que es aplicable, y evitaremos situaciones embarazosas, sobre todo para los demás (ya que quien mete la pata en estas lides, es el que menos sufre, porque no suele darse cuenta de la atrocidad)

   Un elemento crucial, el volumen. Esa manía de que se es más fino cuanto más aguda sea la voz o más ondulante sea la cadencia en el hablar, es erróneo y no sé de dónde ha salido. Chirría el timbre (muchas veces, buscado) de algunas personas, que ora hablan para el botón de su camisa, ora gritan sílabas o palabras. En tantas otras ocasiones, se habla a tal velocidad y se quieren decir tantas cosas juntas que la última frase se enuncia en agónico farfullar, por no querer tomar aliento antes de seguir hablando.

   Por último, pero no menos importante: no es necesario hablar si no se tiene algo interesante que decir. Escuchando se gana en inteligencia, en información y además es necesario escuchar para poder hablar, con coherencia, cosas que vengan a cuento. Desgraciadamente, no siempre se pone esto en práctica, y grandes conflictos surgen de no haber escuchado o entendido bien lo que el otro quiso decir. Y esta lección ya la daba Tambor, en la película de Disney "Bambi" en tierno pareado: "Si al hablar no has de agradar, te será mejor callar"


Tambor recita la lección en "Bambi" (1942)


   En definitiva, no podemos hablar de un modo soez, vulgar, por supuesto, ni mucho menos, pero resulta casi igual de desagradable hacerlo con un estilo forzado, engolado, rebuscado o cursi.

   Como siempre, en el medio está la virtud.

viernes, 23 de septiembre de 2011

Cuatro modas y... un musical.

   Los largometrajes musicales, sobre todo los de otros tiempos, optaban por vestir a sus protagonistas femeninas de un modo muy naïf, muy cándido e inocente. Una estrategia para que pareciesen más etéreas al bailar, más puras en sus gestos, incluso más limpias y melodiosas en sus voces.

   Y no digo todo esto por decir, sino porque he comprobado que hay incluso una prenda fetiche para los musicales. Nadie lo ha dicho (seguramente porque son conjeturas en absoluto mías), pero hay un vestido que, “mutatis mutandis”, tras los cambios de época y moda del personaje, podría llamarse “El Vestido de los Musicales”: entallado al torso, falda de vuelo, tímido escote y color claro.

   Empezaremos por el vestido que llevaba Mary Poppins (Julie Andrews) durante la escena dentro del dibujo en el parque, mientras cantaba una de las canciones insignia de la película, el popular “Supercalifragilísticoexpialidoso”. Es un vestido de la época, desde luego, blanco, con falda èvasée, y fajín rojo.

Julie Andrews en "Mary Poppins" (1964)
   Continuamos nuestra ruta histórica y recalamos en los años 30. Liesl von Trapp (Charmian Carr) baila junto a su enamorado en el templete de la casa familiar, ataviada con un vestido de gasa, de color muy pálido, cuya falda se ensancha con el baile. “Sonrisas y lágrimas” también recurre a este tipo de vestido para la indumentaria de Fräulein María (de nuevo, Julie Andrews), en la escena de la marionetas, el famoso vestido azul que le recomienda, no sin malicia, la Baronesa Schräder (una felina Eleanor Parker) en un momento ulterior de la trama.

Charmian Carr, bailando en "Sonrisas y lágrimas" (1965)

   Se parecen mucho al que lleva María (Natalie Wood) cuando acude al baile. De hecho, el vestido color blanco con fajín rojo, como el de Mary Poppins, es icono de esa preciosa portorriqueña protagonista de “West Side Story”, emblema de inocencia que ayudó a que la actriz fuese conocida como “la novia de América”. La película, por otra parte no es más que una revisitación del clásico shakespeareano “Romeo y Julieta”, fruto, a su vez, del “aggiornamento” que el autor británico hizo del mito de Píramo y Tisbe. Ovidio incluso atribuye a la sangre vertida por los dos amantes, que empapó las raíces de una zarza, el color purpúreo de las moras. Pero esto no son más que divagaciones.

Natalie Wood y Rita Moreno contemplan su creación en "West Side Story" (1961)
   Por último, otro modelo de inocencia (incluso cursi) que lleva vestido de gasa blanco es Sandy (Olivia Newton-John) en el baile del instituto de “Grease”, cuando comparte coreografía con su amado Dany. De este vestido destaca su virginal claridad, ya que es absolutamente blanco, al igual que los complementos.
La muñeca más famosa del mundo ataviada  como Sandy en "Grease" (1978)

   Opino que el simbolismo es necesario y útil, pero una repetición de patrones (a propósito elijo este término) puede resultar contraproducente por saturación. Los homenajes y reminiscencias son plausibles, pero cuidado con la pérdida de originalidad.

      Como siempre, en el medio está la virtud.

jueves, 22 de septiembre de 2011

La sucesión al trono: ese dilema.

   Nuestra Constitución establece en su Título II la regulación de “La Corona”. La preeminencia de estas normas (contenidas en los artículos 56 a 65) se constata al descubrir que una reforma de las mismas conllevará un procedimiento reforzado de revisón constitucional, lo que implica la disolución de las Cortes, mayoría de dos tercios de cada Cámara electa y referéndum popular (artículo 168).

Su Majestad la Reina Federica de Grecia de la maño de su nieta Dª Elena,
mientras  Su Majestad la Reina Sofía lleva en brazos a Dª Cristina

   Pues bien, el artículo 57.1, al fijar el orden de sucesión establece la prelación de criterios para escoger al heredero de S.M. D. Juan Carlos I, regida por el orden de primogenitura y representación, es decir, se mira primero al primogénito y a los descendientes de éste antes de pasar al siguiente, y en concreto:

1)   se preferirá la línea anterior a la posterior.
2)   se preferirá, a igualdad de línea, el grado más próximo al remoto.
3)   se preferirá, a igualdad de grado, el varón a la mujer.
4)   se preferirá, a igualdad de sexo, el mayor en edad al menor

   Lo lógico, sobre todo si tenemos en cuenta el artículo 14, que prohíbe la discriminación por razón de sexo, es suprimir el tercer criterio, de tal modo que a igualdad de grado, se opte por el de mayor edad.

   Hasta aquí todos de acuerdo. El problema que se plantea aquí es que en la Constitución se proclama Rey a D. Juan Carlos, pero no se hace pronunciamiento expreso sobre quién será Príncipe o Princesa de Asturias. Aplicando el artículo 57, tal título correspondió a D. Felipe de Borbón y Grecia.

Don Juan Carlos jura como Rey de España, en su coronación (22 de noviembre de 1975)
 
   Una reforma constitucional que realmente pretendiera adecuarse a las exigencias contemporáneas provocaría que la heredera fuese la hoy Duquesa de Lugo, ya que de lo contrario se estaría prolongando el injusto machismo una generación más. No obstante, se argumentaría que ello es perjudicial para quien ostenta actualmente el título, y por eso se decidirá que la reforma tenga efectos a partir de la coronación de D. Felipe, es decir, se aplicará la regla general de la irretroactividad.

Últimas imágenes de D. Felipe y Dª Elena juntos,
con ocasión de la visita de Su Santidad (agosto de 2011)

   Si bien ello sería incuestionable si la reforma se produjese una vez iniciado el reinado de Felipe VI, no obstante, opino que si la reforma se lleva a cabo en vida de S.M. D. Juan Carlos y de S.A.R. Dª Elena, ésta habría de ser la nueva Princesa de Asturias, seguida de sus hijos, de su hermana, de los hijos de ésta y, finalmente, de su hermano y sus hijos. Entiendo que es lo más justo, lo más adecuado, lo más coherente.

   No se puede pretender tal reforma y hacerlo deficientemente. O no se procede a ella, y la sucesión se mantiene como hasta ahora, o se actualiza del modo más honesto y se da al César lo que es del César.  Así pues, habrá que tener en cuenta todas las circunstancias (incluidas, ya se ha dicho, la supervivencia de las personas implicadas y el título que ostenten en el momento de plantear a la reforma), para alcanzar la respuesta más equitativa, sin atropellar los derechos de ninguno de los interesados.

   Como siempre, en el medio está la virtud.

lunes, 19 de septiembre de 2011

Un Real Decreto con Alzheimer

   A raíz de la colocación de autoridades en Segovia, el Real Decreto 2099/1983 ha cobrado protagonismo. Y quien decida hacer un estudio pormenorizado de la norma comprenderá que es milagroso que no esté todos los días en portada.

   Lo primero que hay que decir de este Reglamento de Precedencias es que, realmente, no sirve para mucho, por desgracia. El trabajo de los responsables de protocolo está infravalorado, y quiero denunciarlo aquí y ahora. Los médicos pueden curar y diagnosticar enfermedades porque tiene herramientas y criterios universalmente reconocidos para ello. Un responsable de protocolo está obligado, en un alto porcentaje de ocasiones, a jugar con la creatividad y cautela, porque sus vías de consulta distan mucho de ser completas y exhaustivas como lo es el Vademécum.

S.M. en la apertura del año judicial.
   Imaginemos un acto al que asisten Sus Majestades, el Sr. Presidente del Gobierno central, el Excmo. Sr. Presidente del Parlamento autonómico, un Ministro y S.Sª Ilma. el Presidente de la Audiencia Provincial. No habrá problema alguno. Todas estas figuras aparecen en el Real Decreto.

   Pero y si a ese acto acuden además un Duque, un Concejal del lugar, un Cardenal (con consideración, por tanto, de príncipe de la Iglesia), un Condecorado con la Gran Cruz de la Orden de S. Raimundo de Peñafort y S.Sª Juez Decano del lugar,... ¿dónde se ubicarán? Seguro que habrá tantas respuestas posibles como autoridades implicadas. Unos dirán que el Cardenal irá antes que el Ministro, otros que antes que el Duque, quien estará después del Presidente de la Audiencia, otros que el Juez Decano ocupará el último puesto, otros que el último habrá de ser el Condecorado con la Gran Cruz,...

Y todo ello ¿a qué se debe? A que la normativa sobre precedencias, en vez de ser verdadera herramienta de eliminación de conflictos, se politiza. Y por eso no se prevén los cargos religiosos, o se impide esclarecer la ubicación de representantes de organismos sobre los que no se tiene competencia (una ley autonómica NO puede colocar a un Juez o al Presidente del Tribunal Superior de Justicia, si no quiere ser tachada de inconstitucional). Sin duda, esto es lógico, pero infructuoso.

Cruz de la Orden de San Raimundo de Peñafort
   Otro problema es que el médico (por seguir con el mismo ejemplo) diagnostica una dolencia sin importar qué partido gobierne, si gobierna en coalición, o si gobierna el mismo en el Autonomía que en el Estado. El protocolo, no obstante, sí se ve adulterado por estas circunstancias. Lamentablemente y con demasiada frecuencia, el grado de grosería e irreverencia que de ello deriva resulta atroz.

   El resultado es lo farragoso que resulta la organización de un acto con asistencia de autoridades no contempladas. Obviamente, la regulación de las precedencias no podrá abarcar nunca la tipología de autoridades o personalidades presentes en cada lugar, pero también es cierto que la regulación actual es bastante deficiente, a mi modo de ver. Aunque no se prevea todo, sí se puede prever más, ya que la vigente e ingente cantidad de omisiones llega a un punto que parece que el Real Decreto se halle aquejado de Alzheimer. 

   Como siempre, en el medio está la virtud.

viernes, 16 de septiembre de 2011

Blanca y radiante... o no.

   La moda, las costumbres, los intereses, las tradiciones... todo cambia. Incluso algo que parecía inmutable como casarse de blanco.

   Hoy en día no es necesario (ni habitual) que una novia vaya tan cándidamente  vestida, ni siquiera que escoja entre la amplia gama de los hueso, marfil, crudo, blanco roto, crema, etc. He visto en escaparates vestidos de novia con estampados en azul Prusia, con adornos en verde botella, corpiño en púrpura y, para mi desconcierto, he llegado a ver un maniquí nupcial vestido de negro desde el dobladillo hasta el velo (en mi opinión, éste no era ni elegante, ni lógico, ni nada que se le parezca... pero en gustos no hay nada escrito).

   Veo las fotografías de Sofía Coppola en su boda con Thomas Mars y “a priori” me gusta el vestido en color lavanda (según reza el pide foto), vaporoso y con un sencillo brocado. No es nada feo. Pero en la siguiente fotografía, compruebo que la falda de amplio vuelo y una suerte de enagua, termina cuatro dedos por encima de la rodilla. La conclusión es inevitable: para ser un vestido de novia, es MUY CORTO, sobre todo para unas piernas tan delgadas como las de la novia. El impacto visual es brutal y muy poco favorecedor. De hecho, para la celebración nocturna de su enlace, portó un vestido igualmente corto, en color coral, pero con la falda de menor volumen, que acompañó con unas sandalias de cuña de idéntico color, y estaba muchísimo más... por qué no decirlo... guapa.


   Pero noto que hay algo más que no me encaja. A poco que me fijo, descubro lo que es. Las enseñanzas de mi abuela materna vuelven a hacer mella en mí y me indican que, claramente, la novia estaba DESPEINADA. Efectivamente, “si una mujer está bien peinada y bien calzada, importa menos cómo va vestida”, es la enseñanza heredada a que me refiero. Comparando imágenes de la cineasta asistiendo a estrenos de películas, o a festivales de cine, en las que lleva el pelo recogido, o al menos, acomodado, resulta chocante ver que el día de su boda lo lleve tan... “au naturel”. Y reconozco que puede que justamente sea eso lo que hace que me desagrade tanto el resto del estilismo.

   Con esto, pienso cuán necesario es que la gente sepa en qué lugar, momento, evento, está. No es preciso cumplir las normas de protocolo o etiqueta a rajatabla, y menos porque yo lo disponga (que ni puedo, ni quiero hacerlo), pero a eso se expone quien no lo hace: a ser puesto en entredicho en cuanto a su elegancia o distinción. Y además, hay modos y modos de saltarse las reglas. Algunas veces, es permisible o incluso aconsejable. Otras, en cambio, son inexplicables e injustificadas. Aunque, como ya he dicho, en gustos no hay nada escrito.

   Como siempre, en el medio está la virtud. 

viernes, 9 de septiembre de 2011

Un ejemplo de falsa modestia: el ridículo asunto de los tratamientos.

   Vivimos unos tiempos de muchos problemas y pocas soluciones. Y lo que es peor, que muchas de esas soluciones no se adoptan para solucionar problemas, sino por una hipócrita tendencia a quedar bien. ¿El resultado? Que esa solución innecesaria y no demandada acarrea NUEVOS problemas... en definitiva, el absurdo llevado al paroxismo.

   Viene esto a colación del último grito en los Gobiernos, en lo que a protocolo se refiere: la ridícula eliminación de tratamientos, como señal de transparencia y buenas intenciones (eso sí, sobre las dietas, coches oficiales y demás beneficios del cargo no ha habido pronunciamiento en ese sentido, sino que se mantienen férreamente).

   Pongámonos en antecedentes. Por ejemplo, el Presidente del Gobierno de la Nación tiene el tratamiento de Excelencia (Excmo. Sr.), al igual que un Senador, o que el Presidente del Tribunal Supremo, o que un Duque. Así, cuando en una mesa se sientan el Presidente, un Senador y un Duque, las minutas (cartelitos que identifican el sitio de cada uno) deben comenzar todas por “Excmo. Sr. D. ...”.

El Sr. Presidente del Gobierno y el Excmo. Sr. Presidente del Congreso de los Diputados.

   Esto es tradicionalmente así, pero los Gobiernos, en un alarde de humildad en grado sumo, decidieron suprimir sus tratamientos. ¡Qué buenos y generosos son nuestros dirigentes! ¡La viva imagen de la sencillez y la austeridad! Simplemente olvidaron un pequeño detalle: el alcance de esa humildad.

   No es cuestión de recordar aquí la “teoría de división de poderes” de Montesquieu, ni la regulación de competencias que distribuye la Constitución. Baste decir que si el Presidente quiere que los Ministros, los Secretarios de Estado, los Directores Generales, y demás miembros de la Administración (incluido él mismo) se queden sin tratamiento, ¡perfecto!, pero ello no afecta a los Alcaldes, Senadores, Jueces, Militares, Académicos, Eclesiásticos, Nobles, etc. Y ahí es donde se arma la de Lepanto en un instante. En dos sentidos:

   1º El Gobierno central se rige por una LEY que establece los tratamientos, por lo que el REGLAMENTO que los suprime, no es de aplicación (aun siendo posterior, no la deroga, por ser de rango normativo inferior, y prevalece aquélla sobre éste). No obstante, algunos Gobiernos autonómicos sí han procedido a esa eliminación mediante Ley, con lo cual sí es operativa. Un asesor o técnico de protocolo tiene obligación legal (otra cosa es lo que luego se haga) de tratar al Presidente del Gobierno de la Nación como “Excelencia” y a los demás Presidentes de Comunidad Autónoma, según su legislación. Igual apreciación se hace de los demás miembros de Gobierno y Administración centrales y autonómicos.

La Excma. Sra. Presidente del Parlamento de Galicia, flanqueada por
el Excmo. Sr. Alcalde de Santiago de Compostela y el Sr. Presidente de la Xunta de Galicia
.


   2º Cuando asistan a una mesa miembros del Gobierno junto con miembros del Parlamento, poder judicial, personas con título nobiliario o académico, mandos militares, …, a aquéllos se les tratará por su cargo “Señor Presidente” y a todos éstos por si título “Excelencia”, “Señoría”, “Magnífico Señor”, “Reverendísimo Señor”, etc. Y hemos de ser firmes en marcar esa diferencia, puesto que quien no recibe tratamiento es porque no lo ostenta (porque no lo ha tenido nunca o porque voluntariamente prescinde del mismo).

   Los tratamientos son síntoma de respeto a una ocupación o formación, de reconocimiento de un cargo o de un título. Ha de respetarse a todo el mundo y no usarlo con quien deliberadamente reniega del mismo, y sí con quien lo quiere mantener. Si un Ministro acepta que no tiene tratamiento, no por ello hemos de retirar el suyo a un Alcalde o a un Rector. A cada uno lo que tiene, o lo que mantiene.

   Como siempre, en el medio está la virtud.

jueves, 8 de septiembre de 2011

El arte, y la obligación, de responder.

   Imaginen a una madre llamando a su hijo. La mujer lo llama y obtiene el silencio por respuesta. ¿Qué creen que pasará, si es una madre responsable? Pues empezará a ponerse nerviosa, a llamar de nuevo a su hijo, reiteradamente y cada vez a mayor volumen, y a buscarlo por todas partes. Cuando encuentre a su retoño jugando tan tranquilo, más le vale a éste justificar que no la había oído (la música estaba muy alta, con la puerta cerrada y el ruido del juego no escuchaba, etc) o la regañina está asegurada. “¿Por qué no contestas cuando te llamo?”, dirá la madre hecha una furia, “Estaba preocupada”
  
   Pues yo me hago esta misma pregunta. ¿Por qué la gente no se toma la molestia de responder?

"Mafalda", por Quino

   En las invitaciones, generalmente en la esquina inferior derecha, aparece con cierta frecuencia “S.R.C.” y un número de teléfono o fax, o una dirección de correo electrónico. Significa “Se ruega contestación”, y el número es para que los invitados hagan uso de él y llamen o envíen un fax, o envién un mensaje electrónico avisando de si asistirán o no, y si lo harían acompañados o en solitario. Si aparece “R.S.V.P” (répondre s'il vous plaît), la actitud a tomar es idéntica. Esto no se exige por capricho, sino porque es necesario para permitir el trabajo del anfitrión a la hora de reservar locales, mesas, sitios, o número de comensales, ya que no es lo mismo sentar a 20 personas que a 100.

   Aún así, para facilitar las cosas, los anglosajones han inventado el “regrets only”, es decir, que sólo han de llamar quienes no vayan a asistir, y a los que no contesten se les tiene como asistentes confirmados. Si luego no acuden, se atendrán a las consecuencias. Igual que cuando llega una carta certificada y firmamos la recepción, se nos tiene por notificados.


   Lo que NUNCA se puede responder a una invitación es “Si puedo, me acerco” o, más coloquial y  antipático aún, “si me coincide, aparezco”. Si no se quiere o puede ir a un  evento o reunión, es mejor declinar amablemente (es decir, con excusa) la invitación a dejar la respuesta a medias. Y esto, por desgracia, es tan frecuente como las apariciones estelares e improvistas de gente que no confirmó o que no avisó de que al final sí acudiría... tras haber asegurado en un primer y único momento que no lo haría. Es una de las mayores muestras de egoísmo y desprecio por el trabajo ajeno.

   Por último, como nota general de convivencia y modales básicos, imagínense ir por la calle y encontrarse a alguien conocido (o apreciado o querido... todos los grados se ven afectados por el problema que se plantea aquí), saludarle y preguntar cómo está o entregarle una documentación, y que se gire y se marche sin devolver el saludo ni muchísimo menos dar las gracias. Su opinión sobre esa persona caería en picado, con total seguridad, y procurarían no tener más trato con ella, por grosera y desagradable. Así, los mensajes de texto en el teléfono móvil y los correos electrónicos también han de contestarse... siempre.  Aunque sea con una sencilla llamada perdida (que luego habrá de justificarse por correo o en persona con un “no podía hacer otra cosa, en ese momento”) o con un correo que rece “Recibido. Gracias. Un saludo”. Lo deseable es que la respuesta sea de más envergadura (no hace falta tampoco un testamento por contestación), pero siempre será mejor eso que nada, y en ambos casos, ¡es gratis!

   Como siempre, en el medio está la virtud.

miércoles, 7 de septiembre de 2011

Don Protocolo y Señora.

   Como bien dice el Profesor López-Nieto y Mallo, “el protocolo se basa en la desigualdad. Si no, a santo de qué tiene más precedencia una persona que otra. O por qué una bandera se coloca a la derecha y otra a la izquierda”. Efectivamente, el protocolo es la antítesis de la igualdad. Pero hay otro enfoque de la igualdad que muchas veces se soslaya en el protocolo y que afecta a la diferencia de sexos.

El Príncipe Guillermo ayuda, galante, a su esposa a bajar del coche

   En general, el protocolo es protector con las mujeres llegando a lo rayano en el paternalismo, lo cual no es deseable en absoluto. Son reminiscencias de otros tiempos  en que los cargos los ocupaba el varón, y a la esposa se le hacían ciertas deferencias, ya fuera por agasajarla en su persona, ya para conseguir con ello los favores y mecenazgos del importante e influyente marido.

   Ejemplos de ello son ciertas reglas generales de ceremonial y precedencia, o nomenclatura:

-  en una mesa, no se debe sentar a dos mujeres juntas.
-  las mujeres no deben ser sentadas en punta de mesa.
-  la mujer no debe quedarse sola en la sobremesa.
-  la esposa del Embajador recibe el tratamiento de Sra. Embajadora, pero el marido de la Embajadora no es llamado Sr. Embajador, sino “marido de”.
-  La mujer asume la precedencia de su marido, pero no al revés.

   Pero la que más me llama la atención quizás sea la norma de rango constitucional (el mayor en nuestro Estado) que establece: “La Reina consorte o el consorte de la Reina no podrá asumir funciones constitucionales,...”. El Real Decreto 1368/1987, cuyo artículo 1.2 y 3 refuerza esta absurda distinción, regula los tratamientos y honores de tal modo que, como se suele decir, “El Rey hace Reina, la Reina hace Príncipe”, es decir, la consorte del Rey recibe el tratamiento de “Su Majestad la Reina” y el consorte de la Reina recibe el tratamiento de “Su Alteza Real el Príncipe” (no “Príncipe de Asturias”, que está reservado al heredero). Me resulta incomprensible.


   Por otra parte, como contrapartida a este trato de favor a la mujer, existen otras normas que la discriminan claramente. Así, en la línea de sucesión al trono, como es bien sabido, a día de hoy se prefiere el varón a la mujer, aunque ésta sea de mayor edad que aquél. Y en las invitaciones y presentaciones, a la mujer se la trata con el apellido de su marido (el matrimonio formado por Rafael Martos y Natalia Figueroa sería presentado como “Sres. De Martos” o “D. Rafael y Dª Natalia Martos” y ella como “Dª Natalia Martos” o “Dª Natalia Figueroa de Martos”), aunque esta costumbre se va perdiendo, afortunadamente.

Isabel II y Francisco de Asís de Borbón

   Considero que la evolución es inevitable y lógica, y se llegará a un momento en que las buenas maneras y el protocolo, sin perjuicio de una sana caballerosidad, olvide esta bifronte consideración, ora proteccionista ora degradante, de la mujer, y que todas las personas, con independencia de su sexo, sean tratadas con naturalidad: sin frialdad y riguroso igualitarismo, y sin diferenciación excesiva.

   Como siempre, en el medio está la virtud.

lunes, 5 de septiembre de 2011

Y ahora yo... ¿qué llevo?

   En cuanto llega una invitación a nuestro nombre, automáticamente nuestro armario se abre en nuestra mente, mostrando las mil y una combinaciones posibles para nuestra indumentaria.

   Bien... tomemos aire... tomemos una tila, incluso, si el asunto llega a condición de angustia... y, como niños jugando al “¿Quién es quién?”, vayamos descartando. Porque una cosa está clara: no podemos llevar todo... salvo que seamos artistas o cantantes y vayamos a cambiar nueve veces de vestuario a lo largo de la velada.

   Pues bien, los criterios para ir desgranando y modelando el atuendo ideal son, a saber:

1º Etiqueta exigida. Lo primero que haremos será mirar si la propia invitación exige algún tipo de vestimenta. Si es una cena de gala y a los caballeros se les exige frac (o “white tie”), las damas llevarán traje largo. En caso de que así sea, ya tenemos mucho andado, pero si no, no desesperemos... todavía.

Miguel Bosé, de chaqué, en la boda de S.A.R. D. Felipe (2004)

2º Hora del evento. Si la celebración será a las 13'00 horas, quedan automáticamente descartados los vestidos largos, de noche, y viceversa. Si el acto es de noche, no será admisible el chaqué.

3º Tipo de evento. Hay reglas generales como que no es aconsejable vestir de blanco en una boda, pero también es un criterio muy útil ver quiénes son los asistentes y qué clase de evento es. No es lo mismo una ceremonia religiosa infantil (como una Comunión) que una entrega de premios, aunque las dos se hagan por la mañana.

4º Estación del año. Decía mi abuela materna, con toda razón, que “alguna ropa la impone el clima, pero otra la impone el nombre del mes. Nadie iría con sandalias en enero aunque haga calor y nadie llevaría abrigo de lana en agosto, aunque haga frío”. Hay colores o tejidos que no son adecuados para una época determinada.

Audrey Hepbrun, con vestido de noche en "Desayuno con diamantes" (1961)

5º Recomendación del anfitrión. Si nada de lo anterior esclarece nuestras dudas, lo mejor es llamar al anfitrión y preguntarle directamente. Él sabe mejor que nadie quiénes asisten, el tipo de acto de que se trata, y qué espera de la guisa de sus invitados.

   Si aún están entre dos opciones, un último consejo: menos es más. Es mejor pecar de sencillez que de todo lo contrario. Y aquí es muy importante mantenerse firmes, fieles a la elegancia, y desconfiar de modismos terribles o nuevas tradiciones que llevan a la gente a vestir de gala en bautizos o a llevar minifalda en recepciones nocturnas.

   Como siempre, en el medio está la virtud.

jueves, 1 de septiembre de 2011

Yo tenía un tímpano…


… nuevecito, a estrenar, pero ya está para el desguace. ¿La culpa? Pues un poco de todo.

   Considero que no es preciso hablar a gritos, o poner el volumen de la música al máximo, o mantener una conversación trascendental en plena vorágine acústica (discoteca, exhibición aérea, espectáculo pirotécnico, mercadillo...). Pero seguramente sólo yo pienso así, porque el resto del mundo, simplemente, lo hace.

   
   Hay una extraña regla de tres, un perverso silogismo que socialmente se ha ido generando que consiste en que “cuanto más grite, más podré decir o más razón tendré”. Es cierto que la gente ya no sabe conversar, y que a veces, sobre todo tratando temas cruciales, nos obligan a hablar atropelladamente, antes de que nos interrumpan (porque más temprano que tarde, haciendo caso omiso a lo que digamos y su relevancia, alguien nos interrumpirá). Problema de difícil solución, sólo subsanable por una férrea voluntad de comunicar, aderezada con la proverbial paciencia del Santo Job.

   Pero aparte de las carencias de educación o respeto de los interlocutores, hay un elemento que muchas veces se obvia y que da al traste con cualquier intento comunicativo: las estridencias del ambiente.

   Incluso a nivel mediático se perpetra este crimen auditivo. No me explico por qué en las películas, en los reportajes, en las entrevistas, hasta en los telediarios, es necesario que la música de fondo eclipse al propio locutor. Es más, la mayoría de las veces, es innecesaria la mera existencia de dicha música en el momento mismo del discurso. ¿De qué sirve ver a un reportero comentando los últimos ensayos de Ainhoa Arteta con la soprano cantando justo detrás de él... si ni se escucha bien cómo canta ella ni se aprehende lo que aquél dice? Y todo es por ese afán de simultanear elementos.


   Lo lógico desde el punto de vista de la comunicación, del entendimiento, es evitar interferencias en la transmisión del mensaje. Y si el sonido ambiente o la música se usan para realzar o enfatizar, habrá de hacerse de un modo pertinente. Es muy comprensible (recomendable, incluso) que una noticia sobre la fuerza del oleaje durante un temporal utilice el propio sonido del mar batiendo contra las escarpadas rocas... pero la noticia es el temporal... y si no se escuchan los datos sobre la fuerza del viento, la altura de las olas, o el estado de la marea... bastaría con que el cámara grabase a la naturaleza en ese contexto, y nos ahorraríamos el sueldo del periodista que narra la información... o que mueve los labios, al menos, porque las palabras se las lleva el viento (nunca mejor dicho) y no consiguen ni llegar al micrófono.


   La música amansa a las fieras, el sonido del mar relaja, los trinos de los pajarillos nos transportan a paisajes idílicos... pero cada cosa a su tiempo... ¡y en su volumen!

Como siempre, “en el medio está la virtud”.