viernes, 30 de septiembre de 2011

Dime cómo hablas...

   Se piensa con harta frecuencia que el protocolo o, en general, la elegancia sólo se demuestra en vestir telas de calidad, en combinar colores, en escoger los complementos adecuados, o en respetar ciertas normas o usos de buenas maneras en la mesa o en las recepciones.

   Todo ello es cierto y muy importante, pero lamentablemente, se omite u olvida lo básico. El hablar de un modo elegante es tanto o más elemental que lo anterior. Y al punto surge la duda sobre qué debemos considerar como “hablar de un modo elegante”. Es otra de mis herencias, por la que doy eternas gracias.

   Recuerdo que el Profesor Henry Higgins, interpretado magistralmente por Rex Harrison (tanto, que a este papel debe un Óscar) en “My Fair Lady”, afirmaba con total rotundidad que se podía adivinar la clase social y la procedencia de una persona simplemente prestando atención a su modo de conversar.

Rex Harrison, en su inmensa biblioteca.

   Obviaremos, como es natural, consejos básicos que se tienen ya presentes, como erradicar el uso de expresiones o palabras malsonantes, procurar la corrección gramatical (quien dice en mi presencia “me se ha caído”, “espero que haiga sitio” o “contra más lo veo, menos me gusta”, queda retratado de manera fulminante), escoger un tema apropiado (relatar un asesinato en Ascot, por muy elevado que sea el lenguaje que se use, no es apropiado, aunque lo haga la encantadora Audrey - Eliza Doolitlle), o no abusar de términos propios de una jerga específica fuera de su ámbito. En cambio, he aquí los principales defectos en que puede incurrir quien quiera hablar de un modo aceptable.

   Puede que suene contradictorio, pero el primer fallo que comete quien intenta hablar con elegancia es hablar demasiado elegantemente. No hay que confundir distinción con afectación, y ello referido sobre todo a la fonética. Es insoportable conversar con alguien que alarga de un modo exagerado las “eses” y las “enes”, y resulta desconcertante oír frases del estilo “Dis-e-frutaremos-e de una her-e-mosa tar-e-de”. Este galimatías, que leído se antoja poco menos que indescifrable, se escucha constantemente, si embargo, en radio y televisión. Por favor, huyan de la gente que habla así.

Inapropiados comentarios de Eliza Doolittle en Ascot
(obsérvese el gesto reprobatorio de la Viuda Higgins)
 
   Otro defecto que agotará al interlocutor son las muletillas y los eternos vocativos (también conocido como “gastarle el nombre a alguien”). Una charla amena y distendida se vuelve extenuante si la otra persona no deja de terminar cada frase con un “¿sabes?” (que ya de tan manido no suele pasar de un horrendo y neutro “sa'es”) o un “¿vale?” (o, como en el caso anterior, “va'e”). Y si alguien trata conmigo usando mi nombre cada tres palabras, poco conseguirá de mí, salvo provocar unos irrefrenables deseos de terminar la conversación... deseos que muy seguramente veré cumplidos en un ínfimo lapso de tiempo.

   Desde un punto de vista semántico, hay que tener extremo cuidado con los términos que no manejamos. He oído decir “He trabajado sin descanso, estoy exhaustivo”, o “Como le ha infringido un daño, ha infligido la Ley y debe pagar por ello”. En caso de no conocer el término culto, usemos el que sabemos con certeza que es aplicable, y evitaremos situaciones embarazosas, sobre todo para los demás (ya que quien mete la pata en estas lides, es el que menos sufre, porque no suele darse cuenta de la atrocidad)

   Un elemento crucial, el volumen. Esa manía de que se es más fino cuanto más aguda sea la voz o más ondulante sea la cadencia en el hablar, es erróneo y no sé de dónde ha salido. Chirría el timbre (muchas veces, buscado) de algunas personas, que ora hablan para el botón de su camisa, ora gritan sílabas o palabras. En tantas otras ocasiones, se habla a tal velocidad y se quieren decir tantas cosas juntas que la última frase se enuncia en agónico farfullar, por no querer tomar aliento antes de seguir hablando.

   Por último, pero no menos importante: no es necesario hablar si no se tiene algo interesante que decir. Escuchando se gana en inteligencia, en información y además es necesario escuchar para poder hablar, con coherencia, cosas que vengan a cuento. Desgraciadamente, no siempre se pone esto en práctica, y grandes conflictos surgen de no haber escuchado o entendido bien lo que el otro quiso decir. Y esta lección ya la daba Tambor, en la película de Disney "Bambi" en tierno pareado: "Si al hablar no has de agradar, te será mejor callar"


Tambor recita la lección en "Bambi" (1942)


   En definitiva, no podemos hablar de un modo soez, vulgar, por supuesto, ni mucho menos, pero resulta casi igual de desagradable hacerlo con un estilo forzado, engolado, rebuscado o cursi.

   Como siempre, en el medio está la virtud.

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